Es un asombroso milagro que en la era de la globalización se sigan manteniendo costumbres como la de los paloteos. No porque sean representación de algo espiritual en medio de tanto materialismo ni porque sus defensores sean partidarios de mantener lo local sin dejar de ser universales, sino porque la transmisión de todos estos conocimientos nos enlaza, a través de un hilo diacrónico y maravilloso, con la esencia de la tradición oral.
La Edad Media, y especialmente los siglos X a XII, es la época en que lo oral y lo escrito se disputan en igualdad de condiciones la credibilidad de una sociedad que, a partir del siglo XIII, va a decantarse decididamente por lo mercantil y lo fabril, por las ciudades y por la palabra escrita. La tradición oral y su representación más fiel, la voz, quedan a partir de ese momento circunscritas al mundo rural y a merced de la memoria como último recurso contra el olvido y la desaparición, como única salvaguarda contra la muerte. Poco importa el momento en que nacieran estas danzas -aunque se apueste generalmente por el siglo XV- sino su cualidad de mantenedoras de una sabiduría oral y gestual que se manifiesta en el hecho de conservar un ritual especialmente emotivo para una localidad, como en este caso es la de Villafrades de Campos. En una época de signos y de imágenes, de músicas con ruido y sin melodía, surgen eternas, ejemplares, estas breves canciones que acompañan una danza ritual en la que la identidad y la cultura de un pueblo se muestran claramente.