Las aventuras como cazador de “Velay”
El ilustre villafradeño Maximino Rodríguez Herrero “Velay” (1873-1961) sufrió su mayor disgusto político en el año 1917. La indisciplina y traición de dos concejales de su partido hicieron que renunciase inmediatamente como jefe del Partido Republicano y concejal del ayuntamiento de Ferrol. Publicó una dura carta despidiéndose de sus electores el día 19 de febrero en El Correo Gallego: “yo que había aceptado un puesto de lucha en el partido y que a él consagré honradamente toda mi voluntad, no quiero prostituirme ni envilecerme conviviendo con indisciplinados y traidores que con tal desahogo y desfachatez venden a su partido y comprometen la seriedad y buen nombre de sus compañeros”
Tras este episodio Maximino desapareció de la escena política y aconsejado por su amigo el doctor Melchor Castro, se entregó a una de sus pasiones: la caza. Acompañado de su amigo “Girgado”, sacó la licencia de armas e hizo grandes excursiones lebreras por Galicia o Tierra de Campos.
Su estreno fue en una pequeña aldea llamada, Espiñaredo, situada entre montañas bastante elevadas y un atractivo paisaje. “La salud flota entre el ambiente de aquellas montañas; y subiéndolas, el débil se torna fuerte, el enfermo sana, el triste se alegra, y el inapetente consigue restablecer el equilibrio de su alimentación” comenta Velay que por entonces se hospedaba en casa de Ledo y Vitorina.
Luego seguirían andanzas con sus amigos de la infancia Francisco Alonso; Alpiniano Borrego, “el tablajero”; Zoilo Rodríguez; o Pablo “hazañas” expertos cazadores y paisanos villafradeños con los que recorría los rastrojos castellanos a la caza de rabonas, patirrojas y codornices.
También en Valdebastas y Quintana de Rueda, junto al monasterio de San Miguel de la Escalada, en la provincia de León, donde se encontraba de médico su pariente Antonino Herrero, hizo buenos amigos cazadores y tertulianos con algunos curas párrocos, maestros y secretarios de ayuntamiento.
De estas salidas al campo Velay hace relatos cortos en algunas de sus publicaciones que iremos publicando.
La caza de la Avutarda

Hemos convenido (yo al menos conmigo mismo) en que cada cual escriba sus impresiones de caza, tal y como la practique en los diferentes lugares en donde resida o que frecuente para ejercitarse en dicha afición.
Unos escriben para instruir, otros para deleitar el ánimo de los aficionados: yo escribo para reproducir en mi mente la imagen de los recuerdos gratos que conservo, aun a sabiendas de que causo el mayor aburrimiento a los lectores de esta Revista. Pero el Sr. Barduena quiere que escribamos nuestras «impresiones de caza», y yo aprovecho esta coyuntura para dar esparcimiento a mi ánimo.
¿Como se cazan las avutardas?
Yo quisiera que esta pregunta mía, tuviera la suerte de estimular la voluntad de algunos aficionados que hubieran practicado la caza de estas aves, con resultados positivos, para que nos lo dijeran en esta Revista con el fin de ilustrarnos, de instruirnos, a los noveles e inexpertos.
Yo no puedo decir cómo se cazan, pudiendo solamente decir «como las he intentado cazar».
En mi pueblo natal, Villafrades de Campos, hay un número regular de avutardas.
En las varias excursiones que tengo hechas a mi pueblo, especialmente en los dos últimos años, he intentado dar muerte a alguna de dichas aves sin haberlo podido conseguir.
En las llanuras de aquella fértil y productora tierra de campos, «riñón triguero» de Castilla la Vieja, he visto en los meses de Septiembre y Octubre grupos de 10 y 12 avutardas tendidas indolentemente sobre los rastrojos de las cebadas. Su vista, olfato, oído, desconfianza o instinto natural las ponía en pie en cuanto divisaban, aunque fuera a gran distancia, a alguna persona. Y si esta caminaba en la dirección en que aquellas estaban situadas empezaban a andar con paso quedo, alargando el pescuezo desmesuradamente, mirando a ambos lados recelosas y con ademanes fieros, como en señal de protesta. Más cuando veían que la persona les ganaba terreno acortando la distancia que les separaba, el corto y perezoso paso de antes convertíase en enormes zancadas dadas con la misma pesadez, pero que dada la largura de sus patas las permitían alejarse fácilmente. Esto, no obstante, si la persona continuaba persiguiéndolas, levantaban el vuelo todas a la vez, dando antes tres grandes saltos, trasladándose a gran distancia para ponerse a resguardo de el intruso que las había turbado su reposo.
En ese nuevo campo de operaciones permanecían en pie altivas, majestuosas, elevando su cuello a cada instante, pero sin moverse del sitio, ni hacer el menor movimiento. Y cuando nuevamente se veían sorprendidas por el mismo u otro perseguidor daban los tres consabidos saltos para huir a un lugar donde no se las pudiera encontrar.
Yo las he perseguido muchos días. El afán de matar una avutarda me subyugaba. Yendo en su busca a pie las he encontrado varias veces sin que me fuera posible acercarme a ellas para disparar un solo tiro. Y como después de elevar el vuelo se trasladaban lejos, se hacía casi imposible continuar su persecución, teniendo que regresar a casa con el afán más vivo aún de volver a buscarlas otro día, e intentaba cazarlas por otro procedimiento: a caballo. Así me era más fácil acortar las distancias y divisarlas desde más lejos.
Uno de los primeros días que salí a cazarlas a caballo las encontré en el término de Villarramiel-Guaza ocupando una regular extensión. Vistas a distancia parecían un rebaño de ovejas. Y en vez de irme de frente a donde estaban, procuré simular que iba de paso, aunque aproximándome prudentemente para aprovechar una coyuntura y disparar sobre ellas. Como siempre, se presentaban hoscas y desconfiadas, aunque dejándome aproximar algo más.
Yo no tenía confianza en mi caballo para disparar de montado. Aunque el pobre animal había perdido sus bríos por su edad, por el fuego que le habían aplicado a sus remos y por el trabajo a que había estado sometido, tenía presente, sin duda, el ruido de algunos disparos y el olor de la pólvora, que en cuanto me veía manejar la escopeta me imposibilitaba fijar la puntería y me desbarataba la combinación. Tenía que echar pie a tierra. Y colocándome a un costado de él, oculto a las aves… éstas levantaban el vuelo antes de estar a tiro.
Una o más veces disparé con perdigón lebrero sin conseguir nada, y terminé por cargar unos cartuchos con postas para ver si era más afortunado. Me trasladé hacia donde las avutardas habían puesto el rumbo, divisándolas en una pequeña loma. Estaban reunidas todas, agrupadas como si el instinto de conservación y defensa les hiciera pensar en defenderse. El golpe de vista que presentaban era estimulante para la voluntad de un cazador. Pude contar hasta 32 aves juntas. Pero ¿cómo acercarme?
Me apeé del caballo, faldeé la loma arrastrándome como pude, y cuando creí poder llegar hasta ellas porque no las veía tan siquiera, me dejaron con un palmo de narices huyendo de mí, que no las había hecho ningún daño… porque no había podido.
¿Qué instinto, olfato, vista u oído tienen estas aves que aun yendo oculto, no es posible acercarse a ellas?
Yo he tenido que confesarme, resignadamente, impotente para dar caza a una avutarda. Y lo confieso con rubor porque creí disponer de los medios persuasivos para acercarme a ellas, y no lo conseguí.
Otras veces he salido, a ver si tenía más fortuna, acompañado de un pariente mío que, montado en un borriquillo y caminando, yo a su lado, procuraba acercarme a ellas. Y fuese por mi mala fortuna, poca habilidad o falta de tacto, el caso es que, entre unas y otras veces, les he asustado con algunos disparos útiles e infructuosos; pero yo no he podido matar una avutarda.
¿Como se cazan, pues?
Dicen en mi pueblo que cuando van en los carros por el campo las encuentran muchas veces confiadas, teniendo que separarlas poco menos que a trallazos para que les dejen el paso libre. «Si trajéramos nosotros la escopeta en el carro mataríamos las que quisiéramos, me decían algunos».
Ya lo creo, replicaba yo: si yo llevara el carro en la escopeta, entonces sí que podría hacer otro tanto. Pero como el que va de caza no tiene carro resulta que consigue lo mismo que el que va con el carro y no lleva escopeta. De aquí la lógica de aquel refrán que dice que «al leñador caza y al cazador leña», verdad incuestionable que palpamos a diario cuantos tenemos la hermosa y saludable afición a la escopeta.
VELAY. Cabañas-Ferrol, Junio de 1919.
(Publicado en la revista CAZA Y PESCA el día 15 de julio de 1919)
