Prólogo

Jamás hubiera podido imaginar que un pequeño ejemplar que casualmente cayó en mis manos me cautivara de tal manera que fuese capaz de moverme a realizar este trabajo. Se trata de un librito escrito por Velay en 1896 en el cual narra pasajes y episodios de su infaancia en el que describe de una manera sencilla tradiciones y costumbres de nuestro pueblo en el siglo pasado que despertaron en mi interior inquietud y curiosidad por llegar a descubrir la historia y el vivir cotidiano de nuestros antepasados.

La iniciativa de esta empresa parte de mi esposa Amparo que por entonces disponía del tiempo preciso para llevar a cabo esta tarea, recurriendo a archivos y bibliotecas en busca de nuevos datos añadidos a los ya facilitados por maximino que por las noches tratábamos de ordenar, pero después de un tiempo de recopilaciones y escritos damos por terminada nuestra labor teniendo por bagaje un montón de anotaciones y reseñas de la historia, costumbres, tradiciones, episodios y modo de vivir de mis paisanos de Villafrades que ordenadamente descansan sobre algunas carpetas de nuestro escritorio, que era en definitiva nuestro primer objetivo. Pero mi tozudez me lleva a retomar de nuevo el asunto, recoger el testigo legado por Maximino y poder plasmar de una manera aparentemente simple reflejando en estas páginas todo aquello que en el panorama villafradeño ha acontecido, quedando constancia para que generaciones sucesivas tengan los mínimos conocimientos de sus más profundas raíces y señas de identidad.

Debo de comenzar diciendo que calificar a Villafrades de bello es como querer engañarse a uno mismo: basta que nos limitemos a contemplar sus campos, de Retores a Terálvaro, o un ligero paseo por la cerquilla y observar sus edificios, para percibir la cruda realidad, aunque bien es verdad que ciertos sentimientos no se miden por la vara del deslumbramiento espectacular para la vista, sino más bien por impulsos emocionales de la persona, y yo con estas páginas quiero que tengan visión de ellos, se sientan atrapados por el embrujo que transmiten y lleven al lector a amar a Villafrades al conocerlo.

En Villafrades, paradójicamente ppueblo en el que se reniega de las costumbres propias, se encuentran tradiciones, gestos, símbolos y recuerdos que bullen en sus gentes un pasado histórico remoto de festejos de ancestral origen, en la mayor parte rituales religiososo o profanos de la herencia vaccea ocupando un lugar predominante en las fiestas mágicas hogueras y danzas del plenilunio que el transcurrir del tiempo modificó, conviertiéndo, estos ritos agrícolas y guerreros, en manifestaciones religiosas, en las que bailan unos hombres con fladas almidonadas, palos, escapularios y cintas multicolores, que representan a la virtud (danzantes), y otro con zurrón y vara símbolo del pecado (chiborra). Desde siempre la vieja danza y las hogueras han sido el estandarte de este pueblo terracampino.

Pascuas, Cuaresma, San Antón, «correr las vueltas», el «antruido» o el «antruejo» etc… conviertieron el calendario laboral en una romería continua. Se desenrollaba la cinta, se golpeaba al gallo que iba al puchero, se ingeniaban mil refranes o se soltaba al «marrano Antón», fueron algunas de las costumbres de mis paisanos, que se jugaban las perras al morrillo, la tarusa o las tabas, y una cuartilla de vino tinto del Melgo. Otras tradiciones yacen silenciosas en las tumbas de antiguos moradores de nuestro pueblo (me viene a la memoria el Tío Bernardo, al cual recuerdo con nostalgia y admiración por la cantidad de conocimientos que almacenaba en su cabeza, que parecía tener metido en conserva la tradición de las cosas).

¿Quién no sabe de la fama de nuestras compañías de queseros que se iban a Madrid con el hato al hombro, la cesta en el brazo y el barro pegado a los zapatos e hicieron famoso hasta un chotis, mientras ganaban los cuartos vendiendo quesos de cincho y patamulo? ¿Quién no ha oído mencionar el trajinar de los tratantes de feria en feria tratando de colocar algún recáncamo o las majadas de los pastores en las rastrojeras durmiendo en rústicos chozos que ellos mismos fabricaban y acompañados durante el día por grandes bandas de avutardas? ¿Quién es ajeno al trabajo rudo y recio que precisó la agrcultura tradicional villafradeña hasta la aparición del tractor y las nuevas técnicas agrarias que acabaron con labores de escarda, siega, trilla o acarreo?

Escenario de escasas gestas guerreras aunque pueda parecer lo contrario por el montón de escombros de recios tapiales, adobes, y maderas que se acumulan en viejas casas desmochadas dorándose al sol y desafiando a los siglos, que parecen restos de una ancentral batalla y no son si no vestigios mudos y testimonio de una trágica riada de 1962. Pueblo que vivió en su propio territorio, además de despoblación, causa que le sume en la más profunda de las agonías. Recordando con nostalgia tiempos pasados como la llegada a Ecclessias Albas de los monjes benedictinos o el nacimiento de sus dos hijos más ilustres como el valiente Húsar Tiburcio o el «Obispo chino» Teodoro Gordaliza.

Rica gastronomía de volados, sequillos y cagarretas, a pesa del nombre feo, requesones o chorizos sabaderso que le dieron fama al pueblo, elaborados por diestras manos de las mañosas mujeres que en las nocturnas veladas, a la luz de un viejo candil, daban forma a menesteres y esteras, cestos y confección de calcetas para llevarse al «mercao».

También es rica VIllafrades y su Patrona en leyendas y relatos de todo tipo, como la última que he podido recopilar, y por lo tanto no incluida en este trabajo, de José María Martín en Leyendas Populares…en que cuenta que el nombre de «Grijas Albas» se debe a que estando un fraile rezando al lado del río Sequillo, observó como un ave que se encontraba cantando y saltando entre zarzales, súbitamente baja hasta una «parva» de cantos y con el pico y las patas va quitando los guijarros que ocultaban un objeto. Se acerca el atónito fraile y se suma a la labor limpia del ave, descubriendo una imagen blanca como los mismos cantos. Sacada de aquel lugar y con el ave cantando,  la trasladan al convento, ordenando el abad tocar las campanas y entonando las vísperas de aquel día, con aquel pájaro alrededor de la Virgen cantando y revoloteando, cayó de repente al suelo muerto y en el templo lo enterraron entre arena, tierra, flores blancas y guijarros.

No podía faltar en esta colección un escueto repaso por su arte rústico y sencillo. Es la tierra de los edificios humildes del barro tosco y recios tapiales, pero de una consistencia tal que aguantan firmes y recios toda una eternidad. Ricos y decorados palomares, rústicas casetas., entre las que destaco la «picota», ejemplo por su forma circular, y los chozos pastoriles.

Por último quiero agradecer las valiosas y desinteresadas informaciones recibidas de Celestino Ramos, Teodoro Pastor, Flaviano Gordaliza, Francisco Zurdo, Elías Martínez, Anita Ramos y todos aquellos que de algún modo han apuntado algún dato o consejo útili para este trabajo. Para todos ellos mi gratitud y mi afecto.

                                                                             Rafael Gómez Pastor

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